Volver a Dios

Volver a Dios

El tiempo y su paso por la vida nos puede proporcionar serenidad y madurez o angustia y desesperación. Lo cierto es que cada nuevo día nos priva de afectos y soportes existenciales y sin embargo consolida en nosotros ese apego mundano que nubla la fugacidad de la propia vida, sumergidos en un olvido algo temerario pero natural y aceptado. Esta mirada nuestra evita toda reflexión sobre la inmortalidad y condiciona cualquier idea sobre la vida eterna. Incluso parece de clara incorrección distraer la existencia en asuntos metafísicos, en una sociedad confusamente vital que evita hablar de la muerte. Sin embargo basta mirar el mundo desde distintos ángulos para observar las contradicciones flagrantes de nuestro tiempo. Es posible comunicarse a tiempo real con cualquier punto del mundo, incluso para comprobar que la hambruna y las guerras siguen devastando ciudades enteras. Realizar cualquier gestión a distancia sin moverse del sitio, mientras miles de personas pierden la vida buscando una vida posible tras las fronteras que les vieron crecer. La soledad más insoportable se instala entre comodidades innecesarias, para personas que cierran sus vidas sin siquiera recuerdos que llevarse a la memoria. El estrés y la ansiedad acompañan a nuevas enfermedades que iluminan esta desgraciada felicidad que nos habita, huérfana de Dios y sin esperanza. Volver a Dios significa descubrir la verdad, desvelando capas de una realidad que nos deviene trascendente, más allá de la conciencia primera y primaria de lo que somos y vivimos. Dios adviene en la historia pero la trasciende, a clara distancia del existir temporal que ha experimentado con dolor vehemente,  expiado y sofocado en el Amor del Padre. Tras cualquier imposición humana de cavilaciones abstractas urge sincerarse con uno mismo, sin miedo. Porque solo en Dios es posible mirar la vida en su esencia. Y solo cuando el tiempo se detenga tomará  forma nuestra verdadera condición intemporal, inmutable y eterna. Esperemos juntos, hermano. Como decía San Agustín: “tu esperanza se apoya en la promesa de Dios, no en tus méritos”. César Cid.

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