La última escucha

La última escucha

La última escucha

Para quienes realizamos escuchas profesionales, no siempre terapéuticas, prima la disposición y la actitud frente al escuchado que, generalmente,  experimenta un proceso de pérdida significativa. Las escuchas se realizan en cualquier lugar porque solemos aprovechar el momento de necesidad que la persona expresa, sea donde sea: caminando, sentados en un banco entre la gente o en un despacho preparado al efecto. Pero hay una escucha distinta a todas, privilegiada  por su contexto y preñada de emotividad: la última escucha.

Quienes tenemos el privilegio de acompañar a personas al final de la vida,  gozamos de una relación con el enfermo que nos permite (en ocasiones) acceder a su intimidad. Es frecuente que las palabras estén varadas en silencios largos y conmovedores y nuestra presencia deba de alargarse más de lo habitual. Entrar en su micro mundo exige respeto y mucha paciencia. En ocasiones no sentimos tentado a arrancarles palabras para escuchar el relato de sus labios. Escuchar su silencio no es una contradicción.

Ante la inminencia de la muerte el silencio del moribundo constituye un lenguaje de turbación y subjetividad, pero un lenguaje. Aquí la oralidad no siempre son lamentos, ni estertores, ni siquiera gestos. Personalmente no espero palabras y tomo sus manos y seco su sudor. Escuchar su silencio es un forma sublime de acompañamiento. Y permanecer es la prueba de nuestra vocación. Mantegazza [1]aconseja abandonar la habitación en los minutos previos a la muerte:

 “Nuestro acompañamiento debe ya retraerse; de lo contrario mostramos nuestra supuesta omnipotencia. El momento concreto de la muerte ha de vivirse en soledad. NO es un abandono, dada la dimensión final y lo que representa, si se trata de una retirada púdica”.

En el momento de la muerte experimentaremos el gran misterio que expulsa naturalmente a todos los seres que van a seguir viviendo. Si no es nuestra muerte no nos corresponde detenernos a este lado del umbral. 

Una tarea del duelo es  rendir cuentas con la imagen del muerto, es decir, escoger qué imagen hemos de llevarnos en ese momento. ¿Para qué? En los primeros meses, tras la despedida, experimentaremos cosas que solo han tenido lugar gracias a su ausencia, de manera natural. Esto puede culpabilizarnos o no, pero ya no sucede en la esfera de la relación. Y es curioso pero les despedimos en una lengua que ya no entienden y les escribimos mensajes que no pueden leer y que, generalmente, expresan nuestro propio miedo al olvido. 

César Cid


[1] Mantegazza, Raffaele. “La muerte sin máscara”. Herder 2004

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