Morir en la ternura

primer-domingo-de-adviento-1Creo que nunca me acostumbraré a ver morir. Si entendido por costumbre aludimos a la acción habitual que normaliza una situación, va a ser que no. Me niego. La respuesta es sencilla: somos únicos y cada persona afronta el fin de manera distinta. Y me niego a acostumbrarme porque cada vez que asisto a una muerte soy más consciente de la presencia de Dios en el proceso. Cada vida concluye con sus dificultades, experiencias y anhelos, sí, pero el proceso de muerte es una aventura única y compleja que responde a nuestras expectativas con creces. Desde el misterio que precede a la vida y le da fin, asistimos solos a la aventura como protagonista único. Y de este lado sufrimos cuando comprobamos que una persona hace el viaje sin sus seres queridos, una situación del todo incomprensible. ¿Por qué huir del último paso de un ser querido? Quizá porque creemos huir de nuestra propia muerte. Porque interpela tanto como duele… Los políticos se afanan en competir desde sus programas electorales con propuestas educativas afines a su perfil ideológico. Pero, ¿quién nos educa para morir y acompañar a morir? El tabú occidental a la muerte ha servido para domesticarla y proporcionar recursos técnicos más bien deshumanizados. Deprisa, deprisa… En 24 horas estás enterrado o incinerado. Y la historia de toda una vida  culmina en unas horas, con la consiguiente obligación de recuperar tus actividades como si fuera habitual perder a un ser querido. Y este hábito es el que deshumaniza el proceso de la muerte. Es tan frecuente comprobar que las familias se afanan en culminar el proceso, desde un deseo patológico que provoca aún más sufrimiento al que se va. El momento de la muerte acontece y punto, antes o después. Es la única certeza. Pero resuelta cruel especular con cuestiones puramente humanas, mientras el enfermo, de apariencia inconsciente, espera el calor de sus seres queridos junto a la cama y unas palabras de despedida. Es una bella oportunidad para dar gracias por el amor recibido y devolverlo en forma de caricias, besos y oraciones. Quienes asistimos profesionalmente al proceso comprobamos que no todas las personas llegan a la muerte con serenidad y paz interior. Que el sufrimiento es parte de la vida y la muerte es el colofón. Para los creyentes no es el final y la para los cristianos el reencuentro con el Amor de los Amores. Confío que ningún hermano hace el viaje solo, pero qué bueno sería que todos fuésemos acompañados desde la vida temporal hasta la vida eterna, revestidos de abrazos y lágrimas sinceras, esas que se convierten en bálsamo y alimento para el camino.

César Cid

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