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Camina doblado sobre sí, arrastrando los pies cargado con su mochila, consciente del tránsito que vive. Herido en mil batallas y enfermo de tantas cosas, que cualquier momento le parece bueno para sonreír, especialmente si le dedicas unos minutos. Respira con dificultad y aprovecha cada minuto para tomar el aire, que consume con avidez, tanta como el tabaco que le castiga calada tras calada. Lo sabe y no quiere hacer nada más que vivir lo que le queda, lejos de miradas consideradas. Ingenuo como un niño, nunca se queja de nada. Creo que es más feliz que muchos de nosotros. No espera más de la vida y a nadie ha de dar cuentas. Le gusta rezar solo y asistir a las celebraciones cada día. Me conmueve comprobar cómo le incomoda retrasarse. Su laxitud le obliga a sentarse con frecuencia y en ocasiones se queda dormido. Su presencia, anticipada por toses, carraspeos y sonidos nasales, es un signo de fe para nosotros. Una sinfonía que confirma la presencia de Dios en el dolor y el sufrimiento, y que nos interpela profundamente ante el crucificado. Si algún extraño que acude a la capilla se incomoda por sus sonidos, enseguida transforma la inquietud por un sentimiento compasivo. Confieso que veo al Señor en sus heridas. Que su presencia amortigua mis miedos, desde la seguridad que el Señor nos regala por pura misericordia. Creo que la felicidad se instala en la conciencia de fugacidad, en pequeños presentes. En un mundo infeliz instalado en el bienestar, compruebo que es posible ser feliz en medio del sufrimiento. La realidad más dramática nos devela que es imposible vivir de espaldas a la condición problemática de la existencia. Nuestro hermano no espera nada de la vida porque espera en Dios. Y en su espera presume de aquél que le ama tal como es, sin prejuicios. César Cid
