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¡No quiero la compasión de nadie! Esta es una frase recurrente que algunos enfermos dicen. Detrás, suele esconderse cierta actitud de renuncia ante la situación y un buen grado de contención emocional. En ocasiones, familiares y profesionales pueden provocar esta actitud, si se expresan lastimeramente ante el enfermo. Con intención o sin ella sugieren una claudicación inevitable, que provoca en quien sufre un doloroso sentimiento de inferioridad. Nunca debería expresarse lástima por un enfermo, nunca. La compasión es otra cosa. La principal virtud de la auténtica compasión es que provoca un sentimiento compasivo del propio enfermo hacia el mundo, en una corriente de unidad. La compasión es una forma de amar que experimenta quien entra en contacto con el alma del otro, para compartir ambos los latidos de sus corazones. Pero amar requiere abandonar el ego y evitar cualquier juicio. Así, quien sufre irá eliminando su ira y su rebeldía y podrá encontrar sentido a su estado, para desactivar los mecanismos vitales que le han provocado rencores y tensiones. Ante la vida que se agota, conviene descargar los egoísmos, los celos, la voluntad de dominio y cualquier sentimiento de poder. Soltar para sentir. Una explosión que solo conserva la parte de nosotros que sabe amar. Ese espacio invisible de naturaleza sagrada que no sabe de razones, que nos permite atisbar la libertad que Dios otorga al hombre. Y solo desde el amor comprobamos que no son los acontecimientos que hemos vivido ni las personas con quienes nos hemos encontrado los que nos ha hecho daño; fue nuestra manera de relacionarnos con ellos. Esa libertad es a veces una autolimitación inconsciente, a base de cadenas y miedos invalidantes. Fuimos pensados para la eternidad. Descubrir nuestra condición es elaborar la crónica de una existencia completa. Así, las arrugas de la frente y los párpados volverán a tensarse para siempre, desde la sonrisa y la ternura que la presencia de Dios provoca.
César Cid
