Morir en la Misericordia

Morir en la Misericordia

primer-domingo-de-adviento-1Se sufre con el cuerpo, el alma y el corazón. Tu vida no te dio opción y conociste el sufrimiento absoluto, como una iniciación sublime que te destruye o te hace más fuerte. Y en el entreacto, una enfermedad cruel suspendió tu vida en el alambre de la incomprensión y el abandono, ante la mirada acusadora de jueces y verdugos. Has llenado de lamentos tus últimos días, reclamando tan solo una presencia, un poco de tiempo, una mano amiga capaz de tolerar tus frases incomprensibles, de recoger tantos gestos  atropellados. Creo que cuando ya solo contamos cosas  que no contienen lo que nos falta, aquello que nos conmueve, lo que realmente necesitamos, dejamos  de hablar. Esta tarde te hemos encontrado más inquieto de lo normal. Acompañamos al Señor hasta tu lecho y oramos para pacificar tu corazón atormentado. Gesticulando te rebelabas a la realidad inminente que, tras orar, nos descubrió una inercia resignada que ralentizó poco a poco aquella respiración atormentada. Y entre plegarias tus ojos liberaron las últimas lagrimas de tu vida, Jesús. Brotó de tu pecho un estertor suave y soltaste amarras, querido hermano. Minutos antes apelamos a la Misericordia y  Dios  descendió hasta tu cama, movido por el amor. No hay suficientes lágrimas para todos los dolores, pero Dios proporciona esperanza para cada pena. Acompañarte al final de tu vida es un regalo que no merecíamos, porque cuánto más recibe el corazón, tanto más puede dar en el amor. Esta fraternidad del sufrimiento nos permite comprender que el dolor con Cristo exalta la existencia, en un lazo espiritual sin precedentes. Jamás olvidaré las caricias de mi hermano Ángel sobre tu cabeza febril, interrumpidas por un beso fraterno de despedida, segundos después de tu partida. El dolor cristiano se convierte así en semilla de amor fraterno, querido Jesús. En Cristo el dolor y amor se llaman y se responden. César Cid

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