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Noviembre irrumpe en nuestras vidas como un vendaval de rostros perfilados, productos de la memoria sosegada, esa que no reside en hemisferio alguno, que más bien circula por el torrente sanguíneo a la altura del corazón y le voltea en un movimiento imposible. Noviembre es recuerdo de la vida y certeza de la muerte. En unas horas celebraremos la vida y memoria de santos y difuntos, ausentes todos. Es la belleza de la Comunión de los Santos, el enlace místico que une a vivos y muertos en una esperanza y un amor confirmados. Dolor, recuerdo y calma en brazos de la esperanza que Cristo sembró en el calvario, que nos asegura la trascendencia y confirma una búsqueda que ha recibido luz y respuesta en Jesús de Nazaret. Como cristianos, resulta razonable proyectar el último viaje, aún cuando duele y mucho dejar a quienes hemos conocido entre tanto. Nos han prestado su amor incondicional y caminamos heridos, desde el consuelo certero de la fe. «… aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3, 1-3). Las Bienaventuranzas han prendido hoy en nuestro corazón tantas voces, silencios y gestos que solo podemos decir GRACIAS.
César Cid
