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La resurrección no despoja a Jesús de su condición anterior ni le proporciona una de privilegio. Se trata de la condición humana llevada a su cumbre, más allá de toda comprensión. Jesús, Amor Enamorado, toma la iniciativa e invita a Tomás a tocarlo, a palpar sus tejidos sanos aunque abiertos, como fuente de vida. El incrédulo Tomás, que no fue capaz de creer sin ver y tocar, le reconoce como modelo cuando dice: “Señor mío y Dios mío”. La experiencia sucede en la comunidad en la segunda visita y gracias a la iniciativa de Jesús, por amor a Tomás. Signos de amor y victoria que indican la certeza de un compromiso único. Tomás no había entendido el sentido de la muerte de Jesús. No fue capaz de entenderla como un reencuentro con el Padre para la salvación y se perdió el primer encuentro con el Señor y, lo que es peor, la infusión del Espíritu. Sin embargo Jesús se muestra resucitado y con sus heridas abiertas, como fuente de misericordia para todos los hombres sin condición. Sus heridas son el signo de la fe, la prueba del retorno sublime, el símbolo de la permanencia de su Amor. Y la nueva Pascua que ahora disfrutamos es el tiempo de gracia que nos invita a tocar las heridas de nuestros hermanos desde la fe en Cristo. Caminamos como Tomás y necesitamos ver y palpar que las heridas de la vida son una manifestación de nuestra humanidad, sanada en los brotes de la cruz. No importa que no podamos decir “Hemos visto al Señor” como uno de los once. La Misericordia de Dios nos incorpora gratuitamente al grupo sin merecerlo. No importa cómo nos llamemos, hermanos. Importa que no miremos a otro lado cuando una herida se nos muestre, cuando el sufrimiento del hermano sea evidente para nosotros. Su dolor evoca el de Jesús como signo de transformación definitivo. Son heridas para creer. César Cid
