Orar el dolor

Orar el dolor

Quienes oramos con enfermos podemos comprobar que no hay un suspiro que pase desapercibido para Dios. Ante las tradiciones que supeditan la biología a favor de la mente y la conciencia, afirmo que el cuerpo ora en misteriosa unidad con todo el ser. Compruebo que cuerpos quebrantados por la enfermedad expresan cierta fortaleza incomprensible y reaccionan espiritualmente para sorpresa de todos. Incluso que en el momento de la muerte sucede una transformación (transfiguración)  evidente, con signos de paz y serenidad. No es casual que el factor físico desempeñe un papel vital en la espiritualidad del hombre y su preparación sea fundamental. Que la enfermedad activa cierta propensión al encuentro con Dios, está demostrado en los místicos. Santa Teresa afirma que  no se accede a la séptima morada, sin flaquezas y dolores físicos. Hoy he rezado en silencio con un enfermo, ya incapaz de decir una sola palabra, mientras su cuerpo se sobrecogía en una postura imposible. Un cuerpo ora porque ha amado, tocado ahora por el Amor sin condiciones ni límites, en su propia apariencia quebrantada y rota. He sentido a este hermano repetir en silencio las palabras de Pablo: “Cristo será magnificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte” (Flp 1, 20). Sus ojos semicerrados, abiertos a la gracia, reclamaban la gloria de Dios, en el misterio de la vida, a un paso de la extinción en él.  Y siento que nuestra oración es completamente humana, no solo espiritual. El silencio y el vacío de la oración profunda están profundamente encarnados en nuestro ser.  Jesús está presente en el sagrario: su cuerpo, su alma y su divinidad. Su cuerpo y su sangre transforman nuestro ser en cada comunión: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20).

César Cid

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