No pude despedirme de ella. El sábado de madrugada dejó el peso que le acompañó toda su vida. Y nos dejó sorprendidos y algo apenados, porque seguimos midiendo la existencia al modo del hombre. No esperábamos su muerte todavía. No. Intentábamos borrar sus penas con nuestra pobre presencia cada día, animándola. Y es cierto que tras un rato se recomponía levemente y parecía animarse. Pero después de la visita volvía a recostar la cabeza sobre sus brazos, apoyando su cuerpo sobre la mesa portátil, sin ganas de vivir, inmersa en una pena colosal de grandes raíces. Pero su muerte ha provocado en nosotros cierto asombro, algo de fascinación que solo el Misterio provoca y explica. La pregunta- algo ridícula aunque sincera- resuena en nosotros inevitablemente: ¿es posible morir de pena? Empíricamente no. Si ya resulta complejo definir las circunstancias biológicas que provocan la muerte, ¿puede existir un mecanismo de auto abandono capaz de provocarla? ¿Es posible dejarse morir provocando los mecanismos necesarios para que la vida cese? ¿Y si la luz de la fe, que revela sin juzgar ni analizar, nos proporcionara un enfoque trascendente, aunque absurdo para la razón humana? Siento que la dimensión espiritual, alimentada por la oración y la alabanza, nos incorpora ya en esta vida a la comunión sublime. Siento que debo aprender a enfocar mi mirada al modo de Dios. Solo así atisbaré a ver los detalles de una realidad compleja y delicada, soberanamente armoniosa, que hace posible lo imposible ante nuestros ojos. Y quiero sentir que esta hermana cuyo nombre no cito, cambió la tristeza por la caricia de Dios, en las manos de Jesucristo. El sentido de la presencia de Dios llena los espacios de silencio que cubren nuestra vida, en clave de paz y serenidad. Y desde mi asombro descubro que Dios no está para resolver mis dudas con respuestas imposibles, sino para darles sentido. Que el fin último de la vida no puede ser expresado apropiadamente sin sentir que la Verdad solo puede ser revelada, nunca descubierta. César Cid
